Llegan las ansiadas fechas que, en nuestra infancia,
suponían dejar a un lado la mochila y los libros y sumergirnos de lleno, en
ocupar las cortas horas de cada día con infinidad de actividades: ratos de
calle y siesta, de playa y campamentos, de pueblo y piscina, de bici y pelota,….
Esta semana, los niños y las niñas abandonan los colegios
con la cabeza llena de proyectos estivales que van desde el confinamiento
casero hasta las más interesantes aventuras en pandillas playeras.
Es cierto que se han colado nuevos elementos que se han
hecho imprescindibles: teléfonos móviles, consolas, infinitos canales de tv
infantiles,…. Pero en esencia, la necesidad de desconectar de la rutina se
traduce a un mismo idioma comprensible en cada generación.
Hablamos de espacios de despreocupación y de descanso que,
en muchos casos, están ajenos al drama familiar que se avecina con el inicio
del próximo curso y que se relacionan con los casi inalcanzables precios de los
libros de texto, el cada vez más inaccesible sistema educativo y el deterioro
exponencial de un derecho (el de la educación) que ya empieza a ser un artículo de lujo para un gran número de familias.